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Lo que clamábamos, y sobre todo yo, desde nuestros incómodos asientos, era ver alguna de las tres vulvas que se ocultaban debajo de esos cacheteros blancos apretados, extasiarnos un momento del secreto de cada una de ellas, ser parte de su intimidad, desquitarnos con nuestras amantes, creer también que alguna de esas aberturas podría arrullarnos un momento, ser el motivo justificable para haber aguantado un par de penes sobre el escenario.

Por eso cuando los cuerpos pararon de danzar y los aplausos dejaron de invadir la sala, agarré de la mano a Noemí y salí refunfuñando directo al camerino para reclamarle a las tres bailarinas el irrespeto para con nosotros. Abrí la puerta, observamos, dije disculpen, y nos retiramos. Eso de que Noemí viera dos penes era pasable, pero lo inimaginado yacía en saber que las mujeres van primero a la ducha y el resto espera sentados y desnudos, portentosos en su masculinidad apabullante.

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