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Las olas nos maltratan, más a ella que no para de gritar ante cada nueva embestida. Me sumerjo un instante, donde existo: pez cadavérico y errante desconectado de lo terrenal, ínfima criatura avanzando hacia lo desconocido, exhalando el escaso aire retenido en los pulmones, siendo del mar un trozo más a la deriva.
Fuera del mar decidimos recorrer el malecón escénico, sus bares desde el exterior continúan siendo lugares impenetrables para nosotros: amantes miserables de temporada, entonces enferma el saber que mi capital no alcanza ni para una cerveza en vaso. Compramos cigarrillos y caramelos, y fumamos con coraje.
Noemí, pienso:
Cruje la arena
bajo nuestras formas tumultuosas.
No urgen más fantasmas,
ni historias lacrimales,
ante esta noche renovada.
Que el poema
mute en carne por los dos:
susurro dual
desovado entre las sombras.
Y aunque Noemí no es en verdad Noemí, sino alguien superior al personaje, me gusta llamarla así, repetir su nombre hasta el hartazgo.
—Mira —me dice, señalándome un lugar específico—, allá en una de las pozas una pareja está “violando la moral pública”.