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Aquella noche, Leo pierde una cantidad importante de billetes y antes de salir del local, sudoroso y contrariado, levanta la mirada. Gabriela no solo que lo ignora sino que en ese preciso momento cruza hacia la puerta de salida del brazo de un tipo de apariencia vulgar. Lleva puesto un sombrero de tono llamativo y caricaturesco, una chaqueta a cuadros que no combina con el pantalón y los zapatos deportivos. Todo un fantoche ridículo —piensa— pero hay que aceptar que hoy ha sido su día.

Las visitas al casino se repiten tarde tras tarde. Por las noches, cuando regresa al cuarto semi oscuro y reducido donde vive en el sector colonial de la ciudad, su actividad depende de si ha ganado o ha perdido. En aquella mustia habitación, por lo general, cuenta siempre con una botella de licor barato que repone con otra cuando se termina, también con algunos víveres y unos pocos trastos acomodados dentro de una alacena de madera empotrada en el rincón. Bajo una pequeña ventana, hay un mini refrigerador blanco de bar donde es común que tenga leche, algo de fruta, a veces un trozo de carne y un plato de arroz. Al otro lado de la cama está el closet y la puerta de un baño básico y diminuto. Si ha sido una buena tarde, prepara la cena en su minúscula cocineta eléctrica. Mira cualquier película de acción y hasta pone música antes de dormir. Si ha sido una tarde mala, toma un vaso de agua, no come y se acuesta temprano pero siempre obsesionado con la vida de Gabriela.

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