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Un viernes cerca del ocaso, parece que la fortuna está de su lado. Gana en la mesa de póker, en la de veintiuno, después en la ruleta, por último en las máquinas tragamonedas y en las que engullen billetes también. Siente una emoción que no le cabe en el pecho. El corazón rebosa de dicha y cuando decide que es suficiente, que ya ha ganado mucho dinero y debe marcharse, canjea en la caja las fichas por billetes y dirige su mirada hacia la esquina donde se encuentra Gabriela con la máquina de juegos de arañas y le sonríe. Esta vez, ella fija su mirada en él y se levanta. Leonardo siente que, conforme ella se aproxima, sube la temperatura de la sangre en sus venas y su estómago se revuelve por una inicua y agradable ansiedad. La mujer se acerca mucho. Su rostro casi rosa el de él. Los ojos de Gabriela recorren desafiantes las facciones de su cara y los labios pintados y entreabiertos emanan un aliento a gloria que él recibe con satisfacción. Entonces, la mujer le dice con un gesto sensual, irónico y provocativo:

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