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– ¿Por qué no he sido agraciada – se lamentaba la campesina – con beber los mejores vinos, comer los mejores manjares y vestir los más preciosos vestidos?

Asimismo, no muy lejos de la campesina, vivía una princesa que, en su castillo prácticamente sin salir del mismo, veía el transcurrir de los días con cierta monotonía. Tenía lujos, pero no tenía aventuras; a veces miraba por la ventana y observaba más abajo a los jornaleros trabajar el campo, pero a la vez les veía reír, gritar, cantar. A todos excepto a una joven que parecía ser la única que dirigía la mirada a su ventana, era una mirada llena de ira. No podía entender cómo esa joven no disfrutaba de las aventuras en cada nuevo sol, cómo a ella que le estaba permitido cantar al aire libre no lo hacía o porque no participaba en las bromas y abrazos del resto.

– ¡Ay! – pensaba la princesa – lo que daría por ser jornalera y poder reír en libertad sin tener que controlar cada gesto a cada segundo.

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