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Norah hizo caso omiso del hecho y tiró el palo al suelo. Corrió hacia su madre. Le quitó la mordaza y, sin dejar de mirarle a los ojos le dijo:

— Mamá, ¿estás bien?, ¿qué es lo que ha pasado?

Después de unos segundos, su madre consiguió coger aire y le dijo:

— Hija... Es demasiado tarde. Coge a Altai y vete lo más lejos posible y no regreses.

— No mamá, no te voy a dejar aquí.

— Debes hacerlo, mi querida hija. Que orgullosa estoy de ti.– Dijo acariciándole la mejilla. – Le faltaba el aire. Finalmente, con un hilo de voz logró decir – Eres la viva imagen de tu padre. Te quiero.

— Madre, ¡no!

Y empezó a llorar desconsoladamente con el cuerpo frío y ensangrentado de su madre entre los brazos. Pasados quince minutos, el hombre inconsciente comenzó a moverse y a recobrar el sentido. Para evitar que la siguiese, cogió una cuerda y lo ató de pies y manos inmovilizándolo.

Entonces Norah decidió hacer lo que su madre le había dicho y se dispuso a irse. Cogió la bolsa que había llevado el día anterior y metió en él un vestido, una manta y algo de comida; un poco de queso y pan. Seguía teniendo allí la fruta que había cogido. Se dirigió a las cuadras y vio a los dos caballos agitados. Tras tranquilizarlos le abrió la puerta a Ytana y ésta salió corriendo sin remedio. Se escuchó el galope de más caballos alejarse junto a los de la yegua. Rápidamente, ensilló a Altai y salió al paso por la entrada trasera de la cuadra. Entonces, oyó unos gritos procedentes de la entrada principal de la casa. Espoleó a su caballo y este empezó a galopar ladera arriba. De reojo vio tres caballos solos. Dos, debían pertenecer a los hombres que había dejado en su casa y el otro al hombre que oía gritar desde dentro.

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