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En el establo, una sinfonía de ruidos invadía el silencio, nada parecido a la noche anterior. El cacarear de las gallinas, el mugir de las vacas y el relinchar de los caballos surgía en cuanto Norah cruzaba el umbral de la puerta por las mañanas. En vez de bajar por las escaleras; que para ella estaban más de adorno que para usar; saltó hacia una viga que había a su derecha y empezó a hacer ejercicios de equilibrio. Ajena al escándalo montado por los animales, recorrió los veinte metros de la viga. Al llegar al otro extremo, giró noventa grados hacia la izquierda fijando la mirada en su siguiente objetivo; el techo de la cuadra de las vacas. Se concentró, saltó, y aterrizó dando una voltereta encima del techo para amortiguar el golpe. Al levantarse, pisó el vestido y cayó hacia atrás en el montón de hierba seca que estaba al lado de la cuadra. Se incorporó y dijo:

— Maldito vestido...– Y se sacudió toda la hierba que estaba incrustada en él.

Cogió la horca que estaba clavada en el montón de hierba y, con un ágil movimiento levantó una mediana cantidad de hierba que lanzó dentro de la cuadra. Las vacas dejaron de mugir y se dirigieron a su desayuno. Un ruido menos, quedaban dos. Lanzó la horca hacia el montón de paja que tenía enfrente y la clavó en medio y medio. Se acercó al barril donde guardaban el pienso, y con un pequeño cubo, cogió un poco y lo echó en el comedero de las gallinas. Se volvieron locas al ver semejante festín, y luchando unas con otras para llegar antes llegaron al comedero volcándolo. Norah las observaba riendo y dando media vuelta, volvió al montón de paja y contempló su diana.

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