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Daniel no terminó su sermón profético sin ofrecer esperanza. La profecía incluía restauración como su elemento final. Daniel concluyó con una apelación al rey, llamándolo al arrepentimiento:

“Por tanto, oh rey, acepta mi consejo: tus pecados redime con justicia, y tus iniquidades haciendo misericordias para con los oprimidos, pues tal vez será eso una prolongación de tu tranquilidad” (vers. 27).

Daniel no apeló al rey por un arrepentimiento de palabras; demandó acciones que correspondieran a la profundidad y sinceridad de su arrepentimiento. Demandó buenas acciones y restauración. En el nombre de los oprimidos, Daniel desafió a este temible conquistador que había sembrado tanta destrucción por todo el Cercano Oriente. Nabucodonosor había oprimido a otros hasta el límite; ahora tenía la oportunidad de rehacer esos males y corregirlos. Tenía el poder para hacerlo. La pregunta era: ¿Lo haría?

El sueño y el llamado del profeta apeló al arrepentimiento, la confesión y la restauración del rey. Las hazañas militares de Nabucodonosor eran sobresalientes; ¿podría ahora dejar un registro de restauración tras esas conquistas en los anales de la historia? Se necesitaría de un gran hombre, un hombre humilde para hacer eso. Pero si Nabucodonosor no era lo suficientemente humilde para hacerlo, Dios tendría que humillarlo.

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