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En este sentido, al encarnarse en una mujer virgen de Galilea, Dios habló a la humanidad. Dice la Escritura: “Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 1.14). Es así como nuestra fe manifiesta que la anunciación inaugura la “plenitud de los tiempos”, es decir el cumplimiento de las promesas. María es invitada a concebir a Aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Cf. CIC 484).

Y la Santísima Virgen aceptó ser la Madre de la Palabra de Dios que fue humanamente concebida por obra y gracia del Espíritu Santo (Cf. CIC 456.485).

María, como Madre de Dios y de los hombres, no es ajena a la vida de sus hijos en la tierra. Por eso, en las apariciones marianas también existen los mensajes que reciben los videntes. Si bien estos son revelaciones privadas, en su contenido –con su debido discernimiento– se puede percibir la preocupación de una madre por sus hijos. Es María quien intenta orientarnos hacia el Corazón de su Hijo Jesús.

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