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Un cambio radical

Regresamos a Cuenca y luego a Quito donde ya nada fue igual. Al principio fue terriblemente duro, comenzaron a ocurrirme las cosas más extrañas y empecé a pensar que estaba desquiciada.

Comencé a regalar todo lo que tenía, a mirar a los demás con otros ojos, a preocuparme por sus necesidades y perdí todo deseo de figurar y de ir a fiestas. Rechazaba todo tipo de invitaciones y prefería visitar a los mendigos y velar por sus necesidades. En esa época nació el reparto de la comida a los niños y ancianos en las calles debido a que me dolían tanto el hambre y la pobreza de mis hermanos.

Percibía una presión especial en mi frente, como si llevara una vincha, y empecé a actuar de forma inusual. Deseaba ardientemente ir a la iglesia y cuando veía alguna, corría hacia ella. Comencé a amar a todo el mundo. Tenía sueños especiales, veía luces y percibía perfumes y presencias que me llenaban de paz. Comencé a despertarme rezando.

Lógicamente mi esposo, con justa razón, pensó que había perdido el juicio. Por esta razón me llevó al neurólogo, al psicólogo y luego a la psiquiatra, con quien tuve una manifestación algo singular.

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