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Argüir acerca de la predestinación es virtualmente irresistible. (Perdón por el juego de palabras.) ¡El tema es tan rico! Provee una oportunidad para estimular todos los asuntos filosóficos. Cuando se aviva el tema, nos volvemos súbitamente super patrióticos, y defendemos el tema de la libertad humana con gran celo y tenacidad. El espectro de un Dios todopoderoso eligiendo por nosotros, y quizá aun contra nosotros, nos hace chillar: “¡Dame libre albedrío o me muero!”

La palabra misma predestinación conlleva un tono de mal agüero. Está vinculada a la desesperante noción del fatalismo y de alguna manera da a entender que dentro de su esfera nos vemos reducidos a meros títeres. La palabra conjura visiones de una deidad diabólica que juega caprichosamente con nuestras vidas. Parecemos estar sujetos a los antojos de horribles decretos que fueron determinados mucho antes de que naciésemos. Mejor sería que nuestras vidas estuvieran determinadas por las estrellas, pues entonces al menos podríamos encontrar pistas con respecto a nuestro destino en los horóscopos diarios.

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