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En segundo lugar, dejamos aparte todo lo que incumbe al tratamiento de la enfermedad, a las distintas prácticas terapéuticas, pues poco o nada nos dicen salvo lo que concurra, como información indirecta, acerca de la presencia de las voces y su hipotética evolución histórica.
Por último, alejamos de nuestra atención todo cuanto corresponda a una perspectiva biológica de la psicosis, entendiendo que este punto de vista defiende una constancia de la esquizofrenia similar a la que puedan conservar a lo largo de los tiempos la tuberculosis o la litiasis biliar. Enfermedades, en suma, con una causa, una clínica y un desenlace siempre similares, donde las condiciones sociales o psicológicas pueden modificar su frecuencia, su gravedad o el sentimiento de peligro que las acompaña, pero no su entidad o su esencia. La naturaleza física, en este sentido, es muy poco histórica o lo es en unos lapsos tan grandes que escapan a nuestra reflexión.
Lo que ahora reclama nuestra atención es conocer si existe una historia que afecte al deseo, a la subjetividad o a la mentalidad de las personas. Porque, de ser así, cabe que las heridas más notables del hombre, esto es, la tristeza que nos melancoliza, la autorreferencia ególatra que nos vuelve paranoicos y la fragmentación que nos lleva a la esquizofrenia, hayan conocido cambios a lo largo de la historia. Y uno de esos cambios podemos centrarlo alrededor de las voces, por si acaso éstas son un síntoma histórico de las psicosis y su aparición debe atribuirse a un desgarrón distinto de la persona aparecido en una determinada época, en concreto, la Edad Moderna. De ser así, la cuestión que se suscita, lógicamente, será también la recíproca: la presencia de las voces nos orientarán sobre la naturaleza de la enfermedad y, por consiguiente, sobre las heridas humanas más distintivas.