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Una explicación sustanciosa del papel de los espíritus en aquellos tiempos la encontramos en un artículo de Tasso (1544-1595), El mensajero, que tiene especial significación para nosotros por dos razones. Por un lado, porque está escrito ya en una época tardía, 1580, en los albores por lo tanto de la Modernidad. Y, en segundo lugar, porque lo compone en el período de locura, durante los siete años y medio que permaneció internado en el hospital de Sant’Anna por orden del Duque de Ferrara. En este texto revelador, Tasso sostiene que, en el orden impuesto por Dios y su ministra la naturaleza, nada va de un extremo a otro sin pasar por el medio. Así, al igual que la naturaleza odia el vacío y reclama la ayuda del aire para penetrar en los cuerpos y ocupar todos los intersticios, los ángeles y demonios son necesarios para interponerse entre las especies inferiores y superiores, entre lo mortal y lo inmortal, entre lo humano y lo divino5. De esta suerte, mientras Montaigne empieza a descorrer un espacio racional que no precisa intermediarios inteligibles entre el hombre y la divinidad, o entre la persona y las cosas materiales, un psicótico de genio agudiza un interés renovado por los espíritus, probablemente porque facilitan su delirio y, en cierto modo, templan su ánimo al ceder el protagonismo de las voces a figuras más o menos demoníacas que aún siguen siendo reales para el sentido común de los contemporáneos. Las voces del poeta italiano, por lo tanto, son aún voces de los espíritus y no esas voces inefables que asaltan al esquizofrénico que hoy frecuentamos. «Me susurró al espíritu aquel gentil espíritu que suele hablarme en mis imaginaciones»6, escribe Tasso como muestra de lo que decimos.

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