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En efecto, el psicótico actual carece de esa experiencia con la que rellenar fácilmente su potencial mundo delirante. Nuestro psicótico no dispone de un mundo sobrenatural compartido con otros seres. Está falto de una experiencia cosmológica que le posibilite tratar la inmensidad del universo, y no acierta a revestir ese mundo mudo y temible que se ha despertado con la escisión del hombre moderno, atrapado y descoyuntado entre la ciencia y el Romanticismo. Un mundo volcánico capaz de reventar las frágiles palabras que entran en contacto con él, esas mismas palabras que comprometen al psicótico hasta desencadenar la locura y ocupar su cabeza con las nuevas voces del automatismo mental, tan inclinadas más tarde a dar testimonio de un supuesto asesinato del alma o a erigirse en el campo de batalla de dos fuerzas cósmicas que comprometen a su oidor.

Los fenómenos de posesión que identifican la locura, a falta de seres espirituales, tienen como inicial poseedor a los residuos de la palabra. Son las nuevas construcciones, entonces, las que vienen a sorprender al esquizofrénico con un lenguaje extraño. Sin embargo, esas palabras reconstruidas en principio no le dicen nada, salvo insinuar el insulto, la alusión, el ruido o el eco del pensamiento. Delirar, en cierto sentido, es el esfuerzo de resucitar los espíritus antiguos para que ocupen el espacio lingüístico que la psicosis ha destruido, es decir, para restablecer la continuidad entre la entidad espiritual y la lingüística, separadas desde el momento del desencadenamiento. De este modo se ratifica que aquella presencia de seres espirituales, ángeles o diablos, asentada por la tradición en el dominio de nuestra naturaleza psíquica, ha sido transformada por la ciencia en un fenómeno de la locura.

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