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Ahora bien, del mismo modo que el esquizofrénico es precursor e investigador de una nueva realidad, revela también el testimonio de un temor desconocido. Sabemos que la angustia moderna ha sido definida por Kierkegaard como el resultado de una culpabilidad liberada del pecado pero aún sometida a esa posibilidad8. El psicótico, en cambio, es quien ha llevado su inocencia aún más allá, hasta alcanzar un territorio donde a la ausencia radical del pecado, esto es, del deseo, se une también la pérdida de las instrucciones sobre el manejo del verbo.

Muchas veces nos preguntamos sobre las características de la angustia del esquizofrénico, ese pavor que situamos por encima de la angustia neurótica, que, por muy informe y referida a la nada que sea, acertamos a nombrar y delimitar con palabras, aunque éstas se refieran al vacío y a la ausencia precisamente de palabras. Sin embargo, el esquizofrénico habría penetrado en un mundo enigmático, tan oscuro que ha perdido por el camino cualquier posibilidad de nombrarlo, ni siquiera como ausente o incognoscible. Esa presencia sustancial de las tinieblas en las que se extravía, solo y sin el ropaje del lenguaje, constituiría el nivel desolador de su angustia, la cota donde se fractura el lenguaje. Bien distinta resulta esta experiencia de la que puedo forzar si una noche solitaria contemplo con intensidad el firmamento y me cuestiono sobre el misterio de la vida y las dimensiones del cielo. No se trata aquí de este tipo de angustia ante lo que no tiene explicación, sino de la que experimentan quienes han metido el cielo en su cabeza extraviando las palabras que puedan dar cuenta del acontecimiento. No como el poeta nocturno que admira las estrellas y siente el estímulo trémulo de lo inefable, sino como quien ha perdido hasta la posibilidad más remota del lenguaje.

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