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Al fin y al cabo, en la psicosis moderna el verbo campa a sus anchas sin llegar a hacerse carne en el discurso. Las voces reveladoras de la psicosis poco tienen que ver con aquellas anunciaciones que embriagaban a san Agustín: «Pero cuando del bajío más secreto de mi alma mi enérgica introspección dragó y amontonó toda la hediondez de mi miseria […] he aquí que oigo una voz de la casa vecina, voz de niño o de niña, no lo sé, diciendo y repitiendo muchas veces con cadencia de canto: Toma, lee; tolle, lege»22. Tampoco tienen que ver con la voz que le habla a Sócrates que, además de perfectamente inteligible, nunca es intimidatoria: «[…] me habéis oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que hay junto a mí algo divino y demoníaco […]. Está conmigo desde niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita»23. El psicótico del presente ya no goza de esta fortuna, de ese remedio revelador que calma y repara «el pavoroso silencio de Dios» del que habla san Agustín, o que corrige amablemente nuestra conducta, según el sentir de Sócrates. Al contrario. Pues, aunque con el tiempo acabe encontrando cierta complacencia en compañía de las voces, la primera reacción que experimenta es la queja de oírlas. Las voces del esquizofrénico se han convertido en palabras alusivas, sin nadie que las soporte, sin otro que las formule. Palabras rotas, las más de las veces, que comienzan haciéndose sentir a través del ruido y la materia, que son el componente original que comporta el significante. Palabras atemáticas y anidéicas, como indicaba Clérambault. Palabras, por consiguiente, desamparadas, incapaces de organizarse en un discurso que no sea el de la construcción paulatina de lo delirante.

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