Читать книгу Silenciadas. Represión de la homosexualidad en el franquismo онлайн
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Que este modus operandi era habitual como medio de sometimiento a quienes contravenían los modelos tradicionales, nos lo cuenta también la poeta madrileña Rosana Acquaroni en su poemario La casa grande (Barthleby, 2018). La tercera parte se centra en la denuncia de los centros psiquiátricos de los años sesenta. Allí se recluía a las mujeres, se las sedaba, se les retiraba su vida como quien monda el abrigo a un melocotón, se les espantaba los colores, las vaciaban de sueños. Eso, al menos, en el mejor de los casos, porque en el peor recortaban su tiempo hacia la muerte:
Aquel infierno se llamaba Alonso Vega.
Lo dices en un cuento que escribiste después:
Me ataron con correas y apagaron la luz.
Estefanía Sanz, de hecho, llega a la conclusión en su ensayo de que tanto los encarcelamientos como los internamientos en instituciones psiquiátricas obedecen a un inequívoco intento de eliminación de hombres y mujeres «desafectos» a los valores católicos del Régimen.
El segundo frente fue el legislativo. La historia nos ilustra sobre las leyes que persiguieron a los homosexuales, obligándolos a conducirse de manera hipócrita para ocultar su condición. ¿No nos recuerda esto a los criptojudíos del siglo XVI, quienes llevaban una doble vida para escapar del máximo aparato represor del Estado, la Santa Inquisición? Si los Tribunales del Santo Oficio abrieron innumerables procesos por prácticas heréticas clandestinas, denunciadas por los vecinos a los familiares o espías que colaboraban con ellos, Estefanía nos demuestra que bajo la dictadura franquista también se abrieron sumarios y expedientes a los criptohomosexuales que infringían la Ley de Vagos y Maleantes (1944) o la de Peligrosidad y Rehabilitación Social (1970). Es decir, que pese al asfaltado de los sentimientos, los tallos del amor se abrían paso, sin miedo a las tijeras de la poda.