Читать книгу La conquista de la identidad. México y España, 1521-1910 онлайн

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Pongámonos en situación y reconstruyamos el recorrido en un frío día de esos tan escurialenses en los que el aguanieve te cala hasta los huesos. Envueltos en capas y tilmas veamos transitar a los visitantes por los compactos pasillos y elegantes galerías en las que el hijo de Carlos I, nieto de Juana de Castilla y bisnieto de Fernando e Isabel, ha decidido plasmar los orígenes del éxito militar de su inmenso imperio.

En principio, el soberbio monasterio-palacio es en sí mismo un homenaje a una victoria militar, en esta ocasión contra la sempiterna enemiga, Francia, a la que Felipe II había derrotado abrumadoramente en San Quintín. Este homenaje a San Lorenzo y a su caluroso martirio es entonces una autocelebración filipina por haber aplacado a Francia en sus ambiciones italianas. El enorme pasillo devenido en “salón de batallas” escurialense contiene una diversidad temática destacable, es un auténtico “espacio de Estado”. ¿Qué celebra y qué rememora en él el monarca hispánico?

A diferencia de lo que en un futuro hará Felipe IV, Felipe II sí le otorgó, en principio, un papel clave a Castilla en este espacio de propaganda, lo que se vio reflejado en la obra de gran envergadura titulada La batalla de la Higueruela, representación de una batalla del siglo xv contra el islam andalusí y antecedente inmediato del debilitamiento definitivo de los nazaríes granadinos, principio del fin de la secular presencia musulmana en el oriente andaluz. Poco le durará la exaltación castellana al rey. No tardarán nuestros invitados en percatarse de que el plan pictórico monárquico abandonará la senda castellana para remitirse inexorablemente al presentismo y a la laudación orquestada de las mieles castrenses del propio rey. Este se autocelebrará en continente con el monasterio, y en contenido con un enorme cuadro sobre la batalla de San Quintín ganada por él mismo, en la que, por cierto, se hizo acompañar de uno de los hijos de Hernán Cortés. A partir de aquí ya no se moverán las series pictóricas de la celebración de sí mismo y de su reinado. Esta enorme sala se completa con la recreación de la gran victoria del genio naval Álvaro de Bazán en la Isla Tercera (Azores) entre 1582 y 1583 contra la escuadra y el ejército luso-francés; batalla tras la cual se consumó la unión de las coronas castellana y portuguesa en la cabeza del rey hispánico. Si seguimos buscando en los muros y lienzos de los palacios del hijo del emperador Carlos, encontraremos a Tiziano pintando al rey y a su hijo agradeciendo –el primero– a los poderes divinos la victoria sobre los otomanos en Lepanto –el otro gran éxito militar de Felipe II y de sus aliados papistas, genoveses y venecianos–, o el magnífico retrato hoy en Austria de los comandantes cristianos, Marco Antonio Colonna al mando de la escuadra pontificia y de Sebastiano Vernier dirigiendo la flota veneciana, encabezados ambos por el hermano bastardo del rey Felipe, el excelente militar español don Juan de Austria al mando de las naves hispánicas y de la flota en general. De nuevo nada de Cortés, nada de Tlaxcala, nada de Otumba, ni rastro del sitio de Tenochtitlan, silencio ante la admirable resistencia de Tlatelolco, nada de la lucha naval en el lago de Texcoco entre bergantines y canoas o de la durísima batalla de Nochixtlán. Otra vez, e igual que aconteciera en el futuro con Felipe IV y por razones muy parecidas, la exaltación militar se desarrollará contra franceses por frenarlos en su expansión, contra los infieles de la Sublime Puerta, contra los rebeldes portugueses del Prior de Crato que cuestionan su legitimidad a la corona lusa, y a lo sumo, con alguna referencia añeja a los éxitos castellanos sobre las taifas andalusíes como origen de la grandeza castellana y de su misión de campeona de la fe. Pero nada de las Indias Occidentales a las que se asume que se tiene derecho y posesión por gracia de la bula papal, y que a los ojos de la propaganda militar e imperial, se accedió, pacificó, explotó y pobló sin batalla ni esfuerzo bélico alguno. De nuevo imaginemos por un instante la incredulidad ante este olvido de lo indiano premeditado e inexplicable por parte del rey, en el alma de nuestros nobles indios novohispanos, y el descreimiento sostenido de los diplomáticos venecianos y franceses ante la palmaria ausencia de América en la retórica belicista española.

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