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Salgo del consultorio. Regreso al fondo de la casa. Me siento en el borde de la pileta. Pienso. Lloro. Rezo. Le pido a Dios por la salud de mamá. Dios no me responde. Me levanto. Camino. Entro en la cocina. Tomo un café. Reviso y contesto mensajes. Busco el equilibrio emocional mientras avanzo por la cuerda floja del existir esperando el parte médico. Parte, maldita palabra. Parte. Partes. Estar aparte de todo. La espera son gotas que horadan el instante.

Transcurre la mañana sin novedades. Suspendo el consultorio. Les aviso a mis pacientes que por una cuestión personal hoy no atenderé. “Una cuestión personal”, nada más impreciso, pero qué decirles, ¿contarles que me siento muy mal, que estoy angustiado? ¿Los pacientes tienen que saber qué le pasa a la madre de su psicólogo? No lo sé, como no sé tantas cosas. Supongo que ni Freud ni Lacan hubiesen sabido qué decir. ¿Pero cómo hacer para seguir “normalmente” mientras mi mamá lucha por su vida?

Camino por la casa. Camino por mi mundo interior. Camino por este texto que escribo y que abandono mil veces. Escribo acorralado por la desdicha. Escribo para no reventar. ¿El arte me puede salvar? No me soporto ni en el afuera ni en el adentro. Pero el afuera es ciertamente peor, allí empieza a no estar mamá. En cambio, adentro, en mis divagaciones, en mis pensamientos, bullen los recuerdos, delirantes pero vivos. Y está mamá en su mejor versión. Mamá viva en los momentos vivos de mi vida, en la memoria que siempre será nuestra. Más de cincuenta años, ¿cómo resumirlos? ¿Cómo extraer de todo lo vivido la fuerza sanadora y suficiente para sacar a mamá de la terapia?

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