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Neumonía. Grave. El pulmón izquierdo. Epoc. ¿Covid-19? Hay que esperar, dice el parte, sintético, abierto a la intemperie de la existencia. Y eso me parte. Mamá está dejando de ser la mamá que yo tenía. El parte médico no es más que una colección de síntomas y enfermedades que no aclaran nada.

Ceno en familia. Me distraigo con la frescura de mis hijos, con la contención de mi mujer. Subo a la habitación. Me acuesto. Quiero dormir, soñar, entrar en otra dimensión donde todo sea menos doloroso.

Escuela del dolor: Con la posibilidad de que mamá muera empiezo a existir menos.

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No dormí en toda la noche. No hubo una dimensión mejor. En cuanto me acosté fui asaltado por mil imágenes hiperrealistas. Mamá en la terapia y yo en la comodidad de mi cama. ¿De cuántas injusticias está constituido este mundo?

Me levanto. Afuera, un día primaveral, cálido, de cielo celeste, inmenso, de pájaros alegres y flores nacientes, como si la naturaleza se burlara de mí. Desayuno con mi mujer, recibo mensajes y llamadas de amigos y amigas, de compañeros y compañeras de trabajo, cadenas de oraciones, salvavidas para un tiempo en el que me siento más a la deriva que nunca. Oscilo entre ser y no ser. Estoy en suspenso, en una existencia puntos suspensivos, imaginando, haciendo teorías, tratando de entender qué le pudo haber sucedido a mi mamá y qué puede pasar de aquí en adelante; un adelante que es un túnel oscuro y tenebroso. Soy un náufrago en medio de una tormenta. Las olas de la incertidumbre no me permiten ver el faro. Al menos tengo una certeza, mamá está viva y esa es la única tabla a la que me aferro, mi pequeña esperanza frente al tsunami que se avecina.

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