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De forma paralela e incluso antagónica, el desarrollo de las ciudades fue permitiendo la aparición de otros espacios de manifestación creativa y cultural. El espacio público (las calles, las plazas, los mercados) acogía expresiones artísticas ambulantes, que posteriormente se fueron fijando en los corrales de comedias o, volviendo a vincularse estrechamente con el poder, en los espacios cortesanos, gabinetes de burgueses acaudalados y nobles.

El Renacimiento europeo significó la exacerbación de las manifestaciones culturales patrocinadas por los poderes políticos, económicos y religiosos. Entre ellos lucharon en competencia por atraer y apadrinar a aquellos individuos que componían el starsytem creativo de la época. Al mismo tiempo, se produce la consolidación del taller del artista y los gremios artesanos, que conformaban tanto un espacio de creación y de formación –de los aprendices- como un elemento señalizador de una determinada marca o tradición artística.

En el siglo XIX se consolidan las Academias, espacios de normalización canónica de las enseñanzas artísticas. Aparecen a la vez las primeras grandes instituciones culturales de acceso general, como los museos y las bibliotecas, significando la desamortización de las riquezas artísticas y del conocimiento de las instituciones tradicionales del antiguo régimen. Presentados en ocasiones como templos culturales (teatros, palacios de la ópera y grandes auditorios) estos espacios cumplen además con la función de comunicar la posición de los grandes núcleos de poder, las capitales de los nuevos estados-nación. Al mismo tiempo y casi huyendo de lo anterior, el Romanticismo reclamaba la naturaleza como refugio y espacio de inspiración para el pensamiento y la creación.

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