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En el panorama crispado que dio entrada al siglo XX, nos encontramos con las vanguardias y su repudia a los espacios canónicos e instituyentes. Rompiendo con lo oficial, aparecen salones alternativos como el Salón des Refusés (1863), encargado de exponer obras rechazadas por el jurado del Salón de París, y frente a los Museos de Bellas Artes, surgen los primeros Museos de Arte Contemporáneo (MoMA, 1929). Las Academias se convierten en instituciones caducas y el taller del artista en un espacio de autonomía singular y distintivo, que determina el espíritu de la obra creada convirtiéndose en una parte de la producción misma.

Ya bien avanzado el siglo XX, con la aparición de la política cultural contemporánea a partir de las propuestas de Malraux, la democratización del acceso a la cultura se convierte en un objetivo general. Con la pretensión de desechar el elitismo de los grandes templos culturales, adquieren protagonismo las Casas de la Cultura, las cuales, ya desde la denominación, doméstica y cercana, pretendían acercar la cultura y las artes al común de los mortales. Estos espacios tienen una importancia especial en el ámbito de las ciudades medias y pequeñas, compensando una geografía de espacios culturales que hasta entonces tendía a concentrarse en las grandes urbes.

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