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El público o los «destinatarios» de una obra de arte –índice– participan, según la teoría antropológica del arte, de una relación social con este, bien como «pacientes», pues el índice los afecta de alguna manera; o como «agentes», puesto que, si no fuera por ellos, el índice no existiría (lo han causado). La relación entre el índice y su recepción se analizará en mayor profundidad más adelante. Por lo pronto, bastará con afirmar que un índice siempre está en función de una recepción específica, muy probablemente diversa, ya sea esta activa o pasiva.

2.8. El prototipo

Para completar la red de relaciones sociales que surgen alrededor de los objetos de arte, solo necesitamos un concepto más, que no siempre aparece, pero sí muy a menudo. La mayor parte de la literatura sobre el «arte» versa, en realidad, sobre la representación, el problema filosófico y conceptual más complicado, sin duda, que se deriva de la producción y circulación de obras de arte. Por supuesto, de ningún modo todo el «arte» es una representación, hasta en el sentido más amplio del término. Con mucha frecuencia, el mismo «contenido representativo» del arte resulta trivial, aun si es verdaderamente una representación –por ejemplo: las botellas y guitarras de los bodegones cubistas, y los patrones botánicamente arbitrarios de flores y hojas en los tejidos–. No pretendo tratar la representación como cuestión filosófica en absoluto. No obstante, sí debería aclarar que apoyo la perspectiva antigoodmaniana que ha ganado terreno recientemente (Schier 1986). No considero que la iconicidad se base en una «convención» simbólica, similar a la que dicta que «perro» signifique «animal canino». En un famoso tratado filosófico, Goodman (1976) asevera que todo icono, en las condiciones adecuadas para su recepción, podría funcionar como una «representación» de cualquier objeto elegido de manera arbitraria o «referente». No es necesario señalar la analogía entre esta idea y el conocido postulado de Saussure sobre la «naturaleza arbitraria del signo». Yo rechazo este inverosímil aserto, una generalización excesiva de la semiótica lingüística. Al contrario, de acuerdo con la perspectiva tradicional, defiendo que la iconicidad se fundamenta en el parecido real de forma entre la representación y las entidades que esta representa o que se cree que representa. La imagen de una cosa se parece a ella en suficientes aspectos para que se la reconozca como representación o modelo suyos. Una representación de algo imaginario como un dios se asemeja a la imagen que sus creyentes tienen de él. Han extraído su apariencia a partir de otras representaciones de ese mismo dios al que se parece la imagen en cuestión. No es de importancia si la «idea» de que tales creyentes tienen de la apariencia del dios verdaderamente se deriva de las imágenes que ellos recuerdan que lo representaban. Lo que me interesa en realidad es que la gente cree que la flecha solo se orienta en un sentido y que el dios, como agente, «causó» que la imagen –índice–, como paciente, haya tomado un aspecto particular.

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