Читать книгу El auge de la brutalidad organizada. Una sociología histórica de la violencia онлайн

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Gran parte del debate contemporáneo sobre el declive de la violencia surge de la idea de que esta es un fenómeno estable, transhistórico y transcultural. Estos argumentos se basan en la opinión de que la brutalidad y la civilidad son dos fenómenos mutuamente excluyentes que se caracterizan por unos límites fijos construidos alrededor de los aspectos físicos e intencionales de la violencia. Sin embargo, una dicotomía tan rígida resulta demasiado estrecha desde el punto de vista conceptual y demasiado limitada desde el punto de vista histórico. Para explicar el carácter de la violencia, es necesario ubicarla en un contexto histórico, geográfico y social mucho más amplio. Hoy en día, nuestros sistemas legales y morales consideran que tocar deliberadamente el cuerpo (por ejemplo, los pechos o el pene) de una persona que no conocemos es un acto violento/criminal. Al mismo tiempo, las presiones psicológicas graves generadas en el lugar de trabajo o en los sistemas educativos rara vez son calificadas como una forma de violencia, aunque por lo general tienen consecuencias más profundas para la salud y el bienestar de la persona (es decir, a partir de la persistente inseguridad existencial que a menudo se ve respaldada por los objetivos cada vez mayores de la carga de trabajo, las demandas poco realistas de la vida laboral, el aislamiento social cada vez mayor de los individuos, el impacto de las nuevas formas de vergüenza pública, la falta institucionalizada de empatía fuera de la organización, etc.). En contraste, en el mundo premoderno, el aislamiento social y la vergüenza pública se consideraron formas mucho más graves de coerción que la mayoría de procedimientos de castigo físico. Por ejemplo, como muestra Carrel (2009), en la Inglaterra del siglo XIV la mayoría de los individuos preferían tener los pies inmovilizados en cepos que pasar un corto periodo de tiempo aislados en la cárcel. O, en general, se consideraba que la expulsión de la aldea era mucho más cruel que la mayoría de lesiones físicas que se infligían como forma de castigo. Todo esto indica que la violencia es un fenómeno social dinámico que cambia a través del tiempo y el espacio. Para comprender mejor estos procesos históricos a largo plazo, es necesario alejarse de la obsesión actual por los conceptos de la violencia centrados en el cuerpo y en los actores. La reinterpretación contemporánea de la acción violenta como un acto exclusivamente material, un hecho físico que implica el uso deliberado de la fuerza sobre el cuerpo, se desarrolla bastante tarde en la historia de la humanidad y, como tal, requiere una contextualización histórica. Hay pocas dudas acerca de que, en las últimas décadas, el orden social moderno se ha centrado excesivamente en las formas corporales de los actos violentos a expensas de todos los demás tipos de violencia. Incluso se podría argumentar que la modernidad tardía se define por el fetichismo del cuerpo, que pasa por el control personal reafirmado a través de la decoración corporal (tatuajes y piercings), un consumismo centrado en el cuerpo o nuestra percepción sobre lo que constituye un ataque al cuerpo. En todos estos casos y en muchos otros, la atención se centra firmemente en los aspectos físicos de la integridad corporal. Si bien las dimensiones físicas de la violencia siguen siendo cruciales para comprender la trayectoria de la violencia organizada, deben complementarse con las formas no materiales y no intencionales de acción violenta. Además, para comprender mejor cómo surgen y aumentan los actos violentos, es crucial reenfocar nuestra atención, pasando de los actos intencionales de agentes individuales o colectivos a acciones no intencionadas de organizaciones sociales que fomentan prácticas violentas (véase el capítulo I).

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