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Al igual que la percepción no se reduce al esquema que se pueda dar de un objeto y de un sujeto exteriores el uno al otro, como son exteriores para el físico el estímulo y el órgano sensorial, así la presencia del testigo ante la obra no se reduce tampoco a esta presencia física. Necesita penetrar en la intimidad de la obra. La música nos instruye al respecto; en el concierto estamos ante la orquesta, pero el sujeto está en la sinfonía; y sería justo afirmar que la sinfonía está en nosotros para indicar esta especie de posesión recíproca; pero para evitar todo subjetivismo es más conveniente subrayar una especie de alienación del espectador en el objeto –a veces se habla de un cierto embrujo– la presencia ante el objeto posee algo de absoluto, aunque se trata de lo absoluto de una consciencia enteramente abierta y como poseída por aquello que ella misma proyecta: el testigo no es un espectador puro, sino un espectador comprometido en la obra misma. A pesar de la diferencia que subraya Pradines entre lo visual y lo auditivo, todo lo dicho es adecuado incluso para las obras que pone en juego lo visual: el cuadro exige que nos dejemos atrapar por los colores. Precisamente es por esta condición que podremos penetrar en el espacio de la pintura que rehúsa la perspectiva clásica, un espacio construido sobre los escombros del espacio vital, bien por la acumulación de objetos, como sucede en ciertas naturalezas muertas de Braque, o bien por su alteración; como ocurre en el cubismo, o también por la confusión de planos y el rechazo de grandes extensiones aparenciales como en los primitivos occidentales. La pintura llamada abstracta es aquí instructiva; se distingue de lo decorativo, que se limita a adornar un espacio ya dado, sea el contorno de un tapiz o el margen de un manuscrito, y lo que ella crea con los colores es propiamente un espacio que nos fuerza a asumir: un espacio que no atraviesa lo pared, dado que ordena pictórica y no conceptualmente las apariencias, y también porque cambiando las costumbres y las posturas ordinarias, no nos invita a obrar sino sencillamente a contemplar. A soñar, como dice Lapicque, utilizando ingeniosamente a Bergson, es decir a sustituir por una toma de posición eficaz y que moviliza el cuerpo otra imaginaria que no le interesa ya.16 Pero atención: soñar no significa aquí producir imágenes disparatadas que oscurecen la percepción y descalifican al testigo; sino al contrario –¿y no es así como Bergson entiende la imagen?– coincidir con el objeto.17 Este sueño no es sin embargo una distensión total en la que la consciencia se oculta; por ello no diremos como Lapicque que el cuerpo «se retira totalmente del juego»: ya que es precisamente por él, por su vigilancia y su experiencia por lo que permanecemos en relación con el objeto; en lugar de anticipar la acción y de buscar la sumisión del objeto, solo se somete a él y se deja mover por él.

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