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Sin embargo, el problema sigue planteado para la lectura. El teatro necesita la representación; cuando no la obtiene, hemos dicho que el lector no puede penetrar verdaderamente el sentido más que a condición de imaginar, a su manera, la representación, en suma, ejecutándola, al menos imaginativamente y por delegación. Mas ¿no es cierto que todo lector debe ser ejecutante para hacer pasar las palabras de la existencia abstracta del signo escrito a la existencia concreta del signo proferido, si el signo solo adquiere todo su sentido cuando es proferido? Sin desarrollar aquí toda una teoría del lenguaje, es necesario al menos distinguir las artes de la prosa escrita y la poesía. En una palabra, las artes de la prosa tratan las expresiones como instrumentos de un sentido, sin prestar demasiada atención a las calidades sensibles que manifiestan las palabras cuando son pronunciadas; más bien las calidades sensibles que se encuentran a veces en la lectura, son como la aureola de la significación: la palabra suena bien porque es justa, suena inusitadamente si la idea que introduce es extraña. Lejos de que el sentido sea inmanente a lo sensible, lo sensible, cuando aparece, es como un efecto del sentido; y lo que más generalmente aparece, son los signos sobre el papel, cuyo aparato puramente visual no posee gloria ni importancia propia, sobre los cuales la mirada no se posa como tal mirada, sino más bien como instrumento de comprehensión: el saber se absorbe y cuela a través de las palabras y acapara la atención.8 El lector va directamente al sentido; sin asumir una ejecución realizadora de lo sensible, es ante todo un testigo y, dado que el sentido, es decir el objeto representado, es aquí preponderante, se tratará de un testigo que se irrealiza o se espiritualiza para tomar posición en el interior del mundo representado, antes que un testigo situado en el mundo real en el que se despliega lo sensible.

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