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El cuadro es, inicialmente un conjunto feliz y necesario de colores, la danza de movimientos visibles, la música de sonidos, el poema de palabras que deberán ser convertidas ellas mismas en sonidos; si lo sensible pasase a un segundo plano, sería ya de por sí todo un signo, además de un desdichado accidente estético, ya que el objeto (estético) dejaría de ser tal. Lo sensible es el acto común entre el sintiente y lo sentido: ¿qué son los colores del cuadro si no se reflejan en la mirada? Volverían a su mero ser cosa o ser idea, producto químico o vibración, pero no serían ya «colores»; solo son colores para quien y por quien los percibe y el cuadro deviene objeto estético cuando es contemplado.

Pero, sin entrar en el secreto de la percepción, hay que precisar cómo el espectador contribuye a esta epifanía del objeto estético. Y lo es doblemente: como ejecutante y como testigo, y el acento se desplaza de una función a la otra según que las artes requieran o no una ejecución por separado.

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