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Encontramos en el teatro esta misma muchedumbre en la sala, que es un espectáculo por sí misma y que se comprende en sí misma. «Este gran conglomerado de carne en el que los signos brotan sin fin, siempre más potentes por este mudo diálogo», como afirma Alain,2 es necesario para el propio ejecutante; Claudel lo dice también, haciendo hablar al actor en los mismos términos en que lo hace Alain: «Les miro, y la sala se convierte exclusivamente en carne viva y engalanada … Me escuchan y piensan lo que digo; me miran, y entro en su alma como en una casa vacía».3 Téngase en cuenta que el actor se sostiene gracias a este intercambio; así puede vivir su papel, sentirse poseído; en las repeticiones de la obra piensa y trabaja; ante el público, precisamente porque ha trabajado antes duro, es capaz de improvisar, en esos momentos no piensa en su papel sino en el público; así es como se hace plenamente presente y, a través de él, la propia obra: el texto halla una voz que es de hecho y de pleno «voz», dado que esta voz se dirige a un público cuyo silencio es la respuesta más estremecedora.4 Así, esta atención que sirve de escolta al actor es el camino por el que llega la obra; más aún, ayuda a su «comprehensión»: entendiendo aquí por tal un captar juntos. Si es cierto, como veremos, que la cumbre de la percepción estética es el sentimiento que revela la expresión de la obra, ya puede rastrearse una primera forma de este sentimiento en la especie de calor humano y de emoción que desprende una muchedumbre rendida y recogida: «Este rico fondo psicológico que se da en el teatro, al igual que en las ceremonias en las que de hecho lo es todo, es lo que los especialistas denominan atmósfera», como dice, una vez más, Alain.

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