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b) El testigo

Si el lector se convierte en ejecutante, lo hace en todo caso para colocarse frente a la obra; para ser testigo. La obra le toma por testigo porque, así como el hombre quiere ser reconocido por el hombre en la célebre dialéctica hegeliana, también la obra tiene necesidad del hombre para ser reconocida como objeto estético. Contra todo subjetivismo, hay que decir que el hombre no aporta nada a la obra sino su consagración; Y ya veremos, al estudiar la actitud estética, que sin renunciar a ser el mismo, debe mantener ante la obra la actitud imparcial y lúcida del testigo; lo que implica asimismo la inteligencia particular de un testigo, ya que es con la inteligencia con lo que registra los hechos, es «cómplice» antes que juez.

¿Cómo son posibles esta concordancia, esta «forma» que el espectador compone con la obra? ¿Cómo se halla a la vez el espectador fuera y dentro, y esto tanto en relación a lo sensible como al sentido? Aquí conviene esbozar el análisis de la presencia del objeto percibido.14 Parece, especialmente en las artes plásticas, que el testigo se asemeje a un aparato registrador que la obra, organizando su propia toma de vista, coloque o desplace en ciertos puntos del espacio: el cuadro está hecho para ser visto desde una cierta distancia, desde un determinado punto de vista, con el fin de poderse organizar bajo la mirada, de que el dibujo se precise, que los colores se compongan y se animen, que la obra tome su relieve sugiriéndolo, con lo que el objeto representado aparece con más evidencia. Esto es particularmente cierto de aquellas obras compuestas de acuerdo con la perspectiva denominada clásica, perspectiva centrada y estática que fija al espectador en su centro que es, desde luego, el único punto de vista. Pero también es verdad para todas las obras que rechazan esta perspectiva de mil maneras: restaurando, como dice Lapicque,15 un dinamismo pictórico, no obligan a que el cuerpo del espectador se desplace para recomponer las apariencias; si el movimiento que la obra nos impone es un movimiento espiritual, como continúa diciendo Lapicque, «es necesario atribuir al rechazo de tal movimiento las opiniones según las cuales una compotera de Cézanne estaría dibujada de través». Siempre existe un cierto punto de vista según el cual las apariencias, incluso aunque no sea para prestar significación a la obra, se organizan mejor y los colores son más expresivos. Lo mismo sucede con la escultura, en la que, como afirma Conrad, existen «perspectivas privilegiadas», que han sido determinadas por el escultor. Y el monumento dirige al visitante según su propia lógica arquitectónica, de manera que en cada momento está enteramente presente ante él y sin embargo siempre es inagotable. Este carácter inagotable se hace patente en igual medida al espectador inmóvil de la ópera o del ballet, que ha elegido su lugar en función de su monedero más que en función de la obra, que al espectador del cuadro que se halla prácticamente inmovilizado, clavado en el suelo por la perspectiva. Esto nos sirve de advertencia.

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