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Así el testigo, sin dejar su lugar en el espacio físico, penetra en el mundo de la obra; y porque se deja convencer y habitar por lo sensible, penetra en la significación, al igual que la significación le penetra, tal es el grado de estrecha reciprocidad entre el sujeto y el objeto. Ante un cuadro figurativo, estamos con los personajes representados, en la ciudad de Canaletto, a la sombra de la encina de Ruysdael. Cualquier tipo de iluminación es posible ya que se trata de la luminosidad del cuadro; ningún monstruo es teratológico, ningún desorden nos mueve a coger la escoba, y el compotero tiene perfecto derecho a estar de través; esto desde luego no significa que la pintura sea por ello algo irreal, sino más bien que nosotros, como sujetos, nos irrealizamos para proclamar su realidad y que tomamos pie en ese mundo nuevo que la obra nos abre, siendo nosotros también como hombres nuevos. Pero hay que ver asimismo que al irrealizarnos nos es vedada cualquier participación activa; desinteresándonos del mundo natural que hemos abandonado, hemos perdido el poder de interesarnos en el mundo estético: estamos dentro, pero solo para contemplarlo, y esto es todo lo que la obra espera de nosotros: que nos situemos en ella y la conozcamos desde dentro. Lo mismo sucede cuando asistimos a una representación teatral o leemos una novela. Esta relación personal que en el teatro, cuando nos hallamos ante el público, mantenemos a pesar de todo con la obra, no nos obliga a renunciar a nuestra función de espectador, sino a entregarnos a la obra manteniéndonos como tales espectadores. Estamos con los personajes, sabemos de cada uno de ellos lo mismo que los demás saben de él y lo que él sabe de los otros; pero no nos identificamos con ninguno de ellos. Más bien, retenemos los hilos y las pistas a la par que nos son dadas y recomponemos en nosotros mismos la acción en la que se hallan envueltos los personajes: nos encontramos de lleno con todo el conjunto, como el director de orquesta conecta con todas las voces de la sinfonía; por ello precisamente el teatro es en esencia acción y no psicología.18 Porque nuestra mirada domina toda la escena, asistimos a todo un acontecimiento, tal como lo ha demostrado correctamente Gouhier,19 que crea una situación para los personajes, al igual que los personajes se definen en función de esta situación; más que de los personajes, somos contemporáneos de la situación total, entramos en el mundo de la obra por la puerta grande, pues la situación es la totalidad de este mundo, como en el cuadro lo es el conjunto de la composición. Aquí radica la diferencia entre el teatro y la novela, puesto que la novela nos propone –y de ello los novelistas contemporáneos tienen una aguda conciencia– que nos identifiquemos de alguna manera, aunque sigamos siendo espectadores, con uno de los personajes y que con sus ojos veamos a los demás, pudiendo ser el mismo personaje a lo largo de la obra o variar en ciertos momentos de ella. En tal caso no estamos en posesión del secreto, o al menos no estamos más que en el secreto de una sola consciencia;20 el mundo en el que de esta manera penetramos tiene el carácter fragmentario, indeterminado y abierto del mundo natural. Pero al fin y al cabo seguimos estando en este tal mundo.

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