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Ahora bien, esta vuelta sobre nosotros mismos, aunque sea para interpretar el objeto estético, no es lo esencial de la experiencia estética. Alain lo sugiere al apuntar que el placer no es un ingrediente necesario de esta experiencia, y que lo bello despierta más bien el sentimiento de lo sublime. Lo sublime sería así, en un sentido un poco indirecto, el sentimiento de nuestra alienación en el objeto estético, el sacrificio de la subjetividad ante algo hacia lo que ella se trasciende y que la trasciende, en resumen, el sentimiento que surge cuando se renuncia a todo sentimiento, a toda vuelta sobre sí mismo, para entregarse al objeto: cuando la subjetividad se sublima; entonces la subjetividad es proyecto de mundo más que regreso a sí, es su singularidad en lugar de suponerla, se dedica a conocer en vez de preferir. Así es como interesa definir el gusto por oposición a los gustos. El gusto puede orientar los gustos, pero también ir contra ellos: quizá no nos guste una obra, pero somos capaces de apreciarla, de reconocerla. Dado que los gustos son determinados, el gusto no es exclusivo. Tener gusto es ser capaz de juzgar más allá de todos los prejuicios y de todas la decisiones fijadas. Este tipo de juicio acepta la universalidad, como ya lo vio Kant. ¿Por qué? Porque no requiere más que la atención al objeto y no una decisión: es la obra misma la que comparece y se juzga a sí misma. Nótese que en este tribunal el justo juez es el que deja que la verdad se desvele por sí misma mientras él se limita a pronunciar la sanción; es el acusado el que se condena (Hegel añade: es él quien exige el castigo precisamente para que sea reconocido su acto); juzgar correctamente, es pues abstenerse de juzgar en la medida en que el juicio pueda ser fruto de prejuicios o sea arbitrario; es preferir lo preferible solo porque se manifiesta como tal, sin formular una preferencia esforzándose en dejar a un lado las propias preferencias. Tener gusto es no tener gustos, por ello el buen gusto reside preferentemente más en la no elección que en la elección. Ciertamente puede inspirar una especie de jerarquía entre las obras, pero a condición de que sea la obra misma la que se declare menor o mayor y reivindique su propio lugar.22 Es de notar que el buen gusto sea claramente ecléctico, y sin mala conciencia. Consiste en especial en evitar las faltas de gusto, en no dejarse engañar por obras que no son válidas y que no lo son precisamente porque buscan exclusivamente el efecto, quieren impresionar, halagan la subjetividad –y lo que en ella hay de más vulnerable– para hacérsela favorable, como podemos constatar en el Grand-Guignol, en la poesía sentimental, en la pintura moralizadora o en la erotizante. El arte auténtico nos desvía de nosotros mismos y nos vuelve hacia él.

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