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Así es como la obra de arte forma el gusto; incluso por su sola presencia, como lo ha indicado Alain y como testifican las artes ceremoniales, y también la música y la poesía etc., disciplina las pasiones, impone el orden y la medida, deja el alma dispuesta en un cuerpo apaciguado. Pero además la obra de arte reprime lo que existe de particular (bien sea empírico, históricamente determinado o bien nuevamente caprichoso) en la subjetividad; más exactamente, convierte lo particular en universal,23 y obliga al testigo a ser ejemplar. Invita a la subjetividad a constituirse como pura morada, abriéndose libremente al objeto y al contenido particular de esta subjetividad, a ponerse al servicio de la comprehensión en lugar de ofuscarla haciendo prevalecer sus inclinaciones. La obra de arte es una escuela de atención. Y a medida que se desarrolla la aptitud «a abrirse», se facilita la aptitud a la comprensión, comprensión que alcanza a todo cuanto debe ser comprendido, es decir la penetración en el mundo que abre la obra. Sin duda, diremos que la comprehensión puede ser ayudada por una reflexión o un aprendizaje previos; pero al fin y al cabo se trata de comunicar con la obra, más allá de todo saber o de toda técnica: lo que precisamente define el gusto, y que el aficionado puede reivindicar con el mismo derecho que el experto.

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