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1.º Lo que hay de verdad: el presentimiento de la noción de ley en la noción de causa concebida primeramente antropomórficamente, como lo muestra Comte; 2.º Lo que hay de juego respecto al mal, la emoción puede ser la forma extrema, y 3.º Lo que hay de metáfora, aunque esto pueda ser menos engañoso, pero que se justifica por la experiencia que fundamenta todo animismo, a saber, que las cosas pueden, como los rostros o los comportamientos, poseer una expresión. Volveremos ampliamente sobre esta noción de expresión; bástenos decir que en ningún caso la expresividad borra los caracteres, a los que se acumula, de la cosa como distinta de lo viviente.

El objeto estético no puede confundirse con lo viviente subrayado así: es tan evidente respecto de una pintura o de un monumento que no nos atrevemos ni a decirlo; pero sí que conviene subrayarlo de aquellos objetos que para su «aparecer» necesitan recurrir al hombre, al cuerpo humano. ¿No está acaso la danza en el bailarín? ¿Seguirá siendo danza si el bailarín fuese un robot o una marioneta, como soñaba Gordon Craig que un día sería el actor de teatro, siendo el director de escena realmente el rey de la situación? Detengámonos en este ejemplo. Es cierto que no hay danza sin bailarín. Puede hacerse que las cosas bailen, como Charlot hacía con los panecillos de La quimera del oro, pero esto no sería danza más que en la medida en que imaginemos, aquí, un bailarín del cual los panecillos fuesen los pies; y únicamente se trata de una metáfora cuando, por ejemplo un film hace danzar en la pantalla manchas de colores.2 Pero el ballet en sí mismo, en tanto que no existe más que en la imaginación del coreógrafo-autor que no puede conferirle la misma existencia que a la obra teatral confiere el papel sobre la que está escrita, no es todavía objeto estético. Además, las virtudes de la danza son las virtudes del bailarín: no habrá gracia alguna si el danzante no la posee, ni nobleza si el no es noble, ni entusiasmo si el no lo está; «es imperdonable que una danzarina sea fea» decía Théophile Gautier. Más aún, puede afirmarse que la danza no es otra cosa que la apoteosis del cuerpo humano, el triunfo de la vida; para imaginar una danza macabra hay que resucitar los esqueletos; ¡y la Muerte que regía el juego macabro en La table ronde estaba encarnada por un espléndido vivo! Así el objeto estético que se nos ofrece está integrado por seres vivientes, y además está preparado de tal forma que nos da una imagen patente de la vida: cada movimiento del bailarín es como una afirmación vital, la exhibición de las potencias de la vida que se despliegan según la duración que les es propia. Pero si la danza da una imagen de la vida es porque ella misma no es la vida; los vivos que emplea están a su servicio, ellos le prestan su calidad de vivientes para representar la vida, y la vida tratada estéticamente no es la vida sin más, como tampoco el bailarín es un viviente ordinario ni el actor Dullin es el Julio Cesar real. Y si el bailarín está al servicio de la danza, si trata de identificarse con ella, es porque es distinto de ella: la danza le es a él lo que el texto o el escenario es al actor o la partitura al músico. El espectador percibe la danza como realizándose a través del bailarín, del que no puede prescindir porque lo necesita imperiosamente, pero con el que no se identifica.

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