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Por apasionante que sea, un espectáculo semejante no constituye un objeto estético, diferenciándose en esto del ballet. El ballet Les Forains montado por Roland Petit subraya y ejemplifica esta diferencia: ciertos elementos, extraños quizá al ballet, concebidos en términos de danza dejan de ser acrobáticos. Hasta los ejercicios que se introducen en este caso no son medios de exhibir las potencialidades del cuerpo o el talento y agilidad de un individuo sino gestos que se vinculan a un conjunto y cooperan a una expresión. Cuando figuras puramente acrobáticas se integran como por casualidad y con precaución al ballet, como sucede en Le bal des blanchisseuses, adquieren allí un valor expresivo, comunicando por ejemplo alegría o preocupación, o «el desbordamiento de todos los sentidos», y sometiéndose así a la significación que anima el ballet. Y si ciertas figuras coreográficas se toman en préstamo de la acrobacia, lo que se busca es un efecto donde se pierde su carácter atlético:

En nosotros –escribe Lifar– la gracia y la elevación sustituyen a los records atléticos … Lo que diferencia el salto de un bailarín del acróbata es el famoso detenerse en el aire, el hecho de «tocar las bambalinas y quedarse allí», que evidentemente es un efecto óptico obtenido por medio de ciertos movimientos del torso o de los pies.6

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