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En las otras artes que requieren una ejecución, el material no es lo viviente en sí mismo, sino el sonido o la palabra, y lo viviente solo es el ejecutante: el objeto estético se confunde en estos casos todavía menos con lo viviente. No obstante, se podría encontrar una dificultad análoga a la que nos ha planteado la danza en el arte de la jardinería: ¿no es el objeto estético, en este caso, la vida vegetal? Cuando el invierno acaba por extinguir esta fuerza vital ¿qué es lo que queda del parque? Algo queda desde luego: una cierta estructura legible aún en la disposición de los macizos, de los parterres, de las alamedas, en los agrupamientos de árboles que rodean de alguna manera, en algunos centros neurálgicos, un estanque, un templete o una estatua. (Con mayor razón, cuando el parque rodea y enfatiza un monumento, subordinándose a él.) Esta estructura, que es propiamente la obra del arquitecto paisajista en oposición al mero jardinero, es al parque lo que el texto es al teatro o la partitura a la música. Cuando las hojas vuelven a crecer y se abren las flores nuevamente, puede decirse que la floración preparada y controlada por el jardinero ejecuta la obra de arte al mismo tiempo que le suministra –en conexión con el terreno mismo del que deben utilizarse y adaptarse sus accidentes propios– su material. El objeto estético no aparece plenamente más que cuando la obra es ejecutada, cuando la vegetación presta sus volúmenes y sus colores, pero no se reduce solo a esto. Cuando nos paseamos por un parque, percibimos una idea, sensible a la vista y que manifiesta una cierta expresión: nobleza y medida aquí, laxitud y capricho allá, intimidad y ternura en otro lugar; el objeto estético es siempre lenguaje, y, aunque utilice lo viviente para transmitirlo, esta función comunicativa impide que se le reduzca a lo viviente.

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