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Este ejemplo muestra claramente lo que percibe el espectador: una cierta atmósfera a la que cooperan el argumento, la música y la coreografía, y que es como el alma del ballet; a esto es a la que apuntan los bailarines, y esto es el objeto estético tal como lo realizan. Esta atmósfera se hace sensible incluso en la danza pura, en la que la expresión no se halla sugerida ni reforzada por un argumento: la danza expresa siempre, incluso cuando no narra nada; es la gracia, la alegría, la inocencia encarnadas. Precisamente es en esta significación, más allá de toda representación, donde triunfa la danza, lenguaje absoluto que no dice nada más que a sí mismo.5 Por eso se distingue la danza de la pantomima, teatro sin palabras, y también de la acrobacia, a la que no puede bajo ninguna justificación reducirse la danza pura. Pues si la danza pura no significa más que a sí misma, al menos se significa y subordina la actividad del danzarín a este fin; mientras que el acróbata no tiene ante el público más responsabilidad que la de su propio cuerpo, del que exhibe sus maravillas. El bailarín entrega su cuerpo a la danza. Sus movimientos proceden como si obedeciesen a algún secreto impulso de las profundidades de sí mismo. El acróbata, por el contrario, emplea su cuerpo en acciones concretas, reguladas a menudo por algún objeto, cuerda, barra, anillas: debe salir airoso de sus proezas, alcanzar una meta y no se dedica a expresar algo; en el acróbata el cuerpo es cuerpo y no lenguaje.

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