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El aprendizaje nos introduce en el mundo cultural donde el otro se halla presente a la vez en el objeto y en el uso que de él puede hacerse, es decir en el sentido que el objeto posee para nosotros. Pues ciertamente es el sentido lo que se nos da en esta sugestión de comportamiento, un sentido tanto más familiar cuanto más viva es esta sugestión y el comportamiento más asequible. Y quizás sea esta la razón por la cual la explicación científica tiende, según una célebre fórmula, hacia la construcción de un modelo mecánico, es decir hacia la sustitución por un objeto de uso de la cosa natural. Sin embargo, el objeto usual solicita menos la intelección que la acción: su familiaridad nos induce a una convivencia en la que la percepción se pierde en el gesto. No despierta la atención más que cuando plantea un problema, y se transforma de nuevo en cosa a nuestros ojos. Pues la cosa requiere un comportamiento diferente: lo inhumano que hay en ella nos desconcierta; las tendencias agresivas pueden despertarse para responder a esta presencia extraña, para reaccionar al desafío que lanza y para testimoniar de algún modo nuestro dominio; lo que sería considerado como vandalismo ante el objeto de uso,11 porque el uso está en el regulado, es aprendido y es de alguna manera oficial, no provoca aquí protesta alguna: los actos destructores, a los que siempre puede intentarse por otro lado psicoanalizar, son la expresión natural de una inevitable curiosidad despertada por una cosa de la que no se conoce el uso. Seguramente esta curiosidad puede también expresarse de otras formas; pero a menudo, en el centro de la sorpresa, se halla el deseo de tomar posesión de esta cosa rebelde a las normas, así como el afán por mantener a la fuerza alguna relación con ella; así es como la nieve nos invita a pisarla, la montaña a escalarla, el mar a sumergirnos en él: el placer por la nieve se origina sin duda de este poder que ejercemos sobre nosotros mismos al conseguir adaptarnos a un nuevo medio (lo cual es aún más sensible en la pesca submarina, donde el espectáculo de las profundidades es desde luego tan relevante y obsesivo como la presión física del agua) pero también nace del dominio que se ejerce sobre la cosa misma a la que obligamos a que nos sirva de medio de desplazamiento en vez de engullirnos. Sin duda, tal comportamiento frente al mundo natural es con frecuencia algo aprendido y puede institucionalizarse. En este caso su diferencia con el comportamiento frente al objeto de uso tiende a desaparecer; y el mundo natural tiende a su vez a «domesticarse». En el fondo, el mundo natural es ya cultural de alguna manera, por la tradición social del turismo y también por el «sentimiento de la naturaleza» que es en sí mismo cultura. Pero no obstante, queda algo extraño, rebelde, que nos provoca siempre una especie de prueba.

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