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Lo sensible aparece por la forma, pero a su vez hace que la forma aparezca, entiéndase aquí que la forma es aquello gracias a lo cual lo sensible es naturaleza, esta necesidad le es interior, y no exterior como lo es la necesidad que rige el objeto usual y que es la necesidad lógica del uso, inmediatamente captada por el cuerpo. Cuando Hegel intenta «separar el elemento formativo de la realidad sensible y exterior»,18 es decir la forma caracterizada por la regularidad, la simetría y el equilibrio, y lo sensible caracterizado por su pureza, para buscar una doble determinación, en ambos casos abstracta, de la unidad, que permanezca ella misma como abstracta, porque la unidad es algo simplemente percibido y que aún no está habitado por un sentido, el mismo Hegel reconoce que «se trata de abstracciones muertas y de una unidad que no tiene nada de real».19

Sin duda, estas abstracciones toman sentido si consideramos la operación estética y sobre todo la reflexión sobre esta operación, pues el tratamiento de la materia puede distinguirse de la elaboración de la forma. Pero si se considera el objeto percibido, la unidad de lo sensible como materia y de la forma es realmente indescomponible. La forma es forma, no solo cuando une lo sensible, sino también cuando le da su esplendor; es una virtud de lo sensible: la forma de la música es la armonización de los sonidos, con los elementos rítmicos que ello comporta; la forma de un cuadro no es solamente el dibujo, sino el juego de colores que subrayan y con frecuencia constituyen el dibujo. Y a condición de que no se separe la forma de lo sensible retomaremos los análisis de J. Hersch, subrayando la exterioridad y la plenitud que la forma confiere al objeto estético, promoviendo «la existencia artística como tal».20

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