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Vamos a verificarlo, tomando como ejemplo el arte más impresionante: la arquitectura. Es indiscutible que cualquier edificio es útil, se trate de una choza o de un palacio, hórreo o templo. Mas ¿es en razón de su utilidad por lo que deviene objeto estético? Precisemos: como cualquier cosa en la naturaleza, puede ser estetizado; pero entonces al margen de que dependa de nosotros, esta metamorfosis depende prioritariamente de su contexto más que de el mismo: una choza atrae la mirada del artista por la armonía que forma con las flores semisalvajes, con la hondonada de un valle la sombra de una encina; agrada en cuanto elemento de la naturaleza y no por lo que es en sí misma. Pero ¿qué ocurre cuando se trata de un monumento, de una obra consagrada y que reivindica el ser objeto estético? Seguramente que además de ello habrá sido construido con algún fin ceremonial, de habitación o de culto al cual conviene que satisfaga; y esto no carece de importancia; la arquitectura encuentra aquí, junto a las leyes naturales de la gravedad y de los materiales, una de las restricciones sin las cuales no existe arte alguno, pues nada se hace donde todo es posible; las reglas que el poeta se dicta a sí mismo, la arquitectura las recibe de su cliente.

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