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En el objeto de uso la forma pone de manifiesto que ha sido fabricado, pero no dice nada del fabricante, el cual viene a ser el medio abstracto por el cual una idea se ha realizado en un objeto que continúa siendo abstracto; ¿no es este acaso el amargo destino del obrero industrial? Ya lo era del hombre prehistórico que tallaba el sílex: no hay nada tan conmovedor como esas piedras que nos aportan desde el origen de los tiempos el signo de un trabajo humano. Y sin embargo ¿qué nos dicen de aquel hombre que las convirtió en el primer útil? Solo nos dan su presencia.25 Por el contrario, las pinturas rupestres de Altamira nos dicen algo acerca del hombre maravillado y profundo que las dibujó en la pared. Pero ¿qué es lo que nos dicen, de hecho? Nos permiten acceder al mundo en el que han vivido. Será esta presencia viva del artista en la obra, incomparable a la presencia anónima del obrero en su «obra», esta humanidad profunda del objeto estético, lo que deberá intentarse describir.

Dediquemos un poco del espacio que de por sí merece a este vasto problema de las relaciones de la obra y del autor, tanto más cuanto que un cierto equívoco siempre puede persistir ya que estas conexiones pueden concebirse de dos maneras. O bien de una obra dada, si por casualidad conocemos el autor, podemos intentar explicar a través de este autor la creación y la naturaleza de la obra, con lo que el autor se convierte para la obra un principio de explicación dado que es conocido independientemente de ella y como exterior a ella misma. La explicación va así del autor a la obra. O bien se considera la obra en sí misma y se va de la obra al autor. Aquí radica precisamente la virtualidad del objeto estético: no explica sino que muestra al autor; no da acerca de él, a no ser por casualidad, el tipo de informaciones que pueden espigarse por otros medios y que el historiador recopila, sino que nos pone directamente en comunicación con él, nos aporta una presencia que la historia no sabría dar, revela una faceta que la historia no podría reconstruir. Es, pues, este segundo recurso el que hay que describir, estando además implicado en la experiencia estética como está, mientras que el primer camino supone, por el contrario, que se renuncie al menos provisionalmente a esta experiencia para buscar por otros medios las informaciones. Pero además tenemos una segunda razón para privilegiar el segundo camino, un doble motivo según que nos interroguemos por el objeto estético o por el autor. Si se trata del objeto, no puede ser enteramente explicado por el autor: la verdad de la obra está en la obra y no en las circunstancias de la creación o en el proyecto que la preside; ¿o acaso no es caer de Escila en Caribdis el querer aprehender el ser del objeto en el ser del proyecto? ¿Existe por ventura un ser de este proyecto, es decir de la obra antes de la obra? Ya hemos evocado estas dificultades a propósito de la ejecución de la obra; mas ahora estamos tratando del autor. Ahora bien, así como el mismo objeto estético nos informa sobre sí, o al menos acerca de aquello que en él hay de estético, así también nos instruye sobre el autor, o al menos nos da de él una imagen irreemplazable: al igual que hay una verdad del objeto que se da en la percepción y es irreductible a cualquier explicación, también existe una verdad del autor presente en la obra e irreductible a la historia, y que incluso la misma historia debería tener en cuenta.

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