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El edificio que desarrolla un claro lenguaje aunque sea por un momento (el tiempo durante el cual escuchamos) es percibido estéticamente. Es ahí donde puede subrayarse la diferencia entre un trabajo artístico y una auténtica obra de arte, es decir entre el edificio que «habla» y el edificio que «canta».22 Este lenguaje solo lo entenderemos a condición de que suspendamos toda acción, pero manteniendo frente al objeto un lugar privilegiado, como si se tratase de un cuadro: en cuanto nos hallamos en plena carretera ya no es ella la que parece trepar por la pendiente sino nosotros; cuando atravesamos un puente no admiramos su curvatura; y la casa rústica solo es bella desde fuera y de acuerdo con una cierta perspectiva que le hermana con el jardín y con los campos circundantes: todos estos objetos tan próximos a la naturaleza son estetizados, como también lo es la misma naturaleza, por una mirada capaz de fijarlos y recomponerlos como en un cuadro y que se mantiene distanciada y frente a ellos al igual que ante un cuadro. Por el contrario, la obra de arte arquitectónica, al invitarnos a ser sus espectadores, nos autoriza a que lo seamos por completo: el objeto es estético de parte a parte, y tendremos que verificarlo mediante un paseo que nos conducirá de sorpresa en sorpresa, sin que estas acaben totalmente, ya que, como dice Alain «el monumento se abre cuando uno avanza y se cierra cuando nos detenemos».23 El poder del objeto estético es de tal índole que arrastra al espectador a una especie de danza decantada a la contemplación; danza musical, conforme a la melodía que cada nueva perspectiva no deja de interpretar sin que nada la detenga.24 Y hay más, si dejamos de ser meros espectadores y utilizamos la edificación en lugar de limitarnos a contemplarla, su poder se impone también una vez más: lo que en ella hay de estético se nos impone a través del cuidado que ponemos en lo que hacemos y, si pudiésemos decirlo, nos estetiza a nosotros mismos.

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