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¿Hay que conceder mayor crédito a las confesiones, a los diarios íntimos, donde el autor pretende mostrarse sin fingimientos, sea para entregarse realmente o para recurrir a nosotros? Nosotros no aceptamos tan fácilmente este tipo de testimonios; y no se trata solamente de una desconfianza –desde luego legítima de historiador que no acepta como cierto más que lo que puede verificarse; es el mismo retrato que se nos propone lo que cuestionamos. Y esto es constante en nuestras relaciones con los demás. Jamás prestamos entera adhesión a lo que los otros nos dicen de sí mismos; podemos considerarlos sinceros sin creerlos exactos, instituyéndonos en jueces de su propia confesión. Esta desconfianza espontánea se basa sin duda a la vez en el sentimiento que tenemos de la impotencia de autoconocernos y en el sentimiento de la incomunicabilidad de las conciencias: el prójimo es a la vez, y de manera indisoluble, oscuro para sí mismo y para mí, y quizás se defina precisamente por esta misma oscuridad.27 No podemos conocerle más que comparando la imagen que nos propone con la imagen que nos formamos de el: hay aquí una especie de malentendido que no puede eliminarse alegremente, al margen de toda sospecha de argucia, disimulo o mentira. No podemos recibir su confesión más que como una parte más del informe, un testimonio entre otros que nos llevarán a formar una opinión según la cual decidiremos acerca de su veracidad y de su sinceridad. Cuando el prójimo nos habla de sí, adoptamos la actitud del psicoanalista que, descifrando el contenido latente de nuestras asociaciones, pretende saber mejor que nosotros lo que pensamos o lo que somos. Esto no implica que objetivicemos al prójimo, sino solo que oponemos nuestra verdad a cerca de el con la que él nos propone de sí mismo. Pero ¿de dónde conseguimos esta verdad? Precisamente del primer contacto que tenemos con él, de modo simultáneo o incluso anterior a que él nos pueda decir algo. Gracias a que él se nos aparece inmediatamente como significante, estamos en posesión de una idea de él que no debemos a sus propias confidencias: se nos revela con toda su presencia, y no dejamos de juzgarle por su aspecto porque su apariencia apela a nuestro propio juicio, facilitándonos un conocimiento preconceptual en el cual no tenemos más remedio que sumergirnos al entrar en el juego de la intersubjetividad: estoy ante el prójimo como estoy en el mundo, de acuerdo con lo que Husserl denomina actitud natural; lejos de construirlo, de reducirlo al estatuto de objeto, lo experimentamos como alter ego y descubrimos una idea de él, gracias a la cual podremos calibrar lo que él nos dice de él. Esto es particularmente sensible cuando el otro nos habla: no cesamos de acudir desde lo que nos dice a lo que expresa. Aunque volveremos a estas cuestiones al estudiar el análisis del lenguaje, ya podemos observar desde ahora cómo el lenguaje «descubre» al que habla. La palabra tiene una doble función; como dice Husserl, por un lado significa, pero por otro manifiesta.28 Al igual que un poste indicador muestra el camino, y a la vez expresa también la deferencia de una sociedad favorable al turismo o la generosidad patrocinadora de una marca de coche, así el lenguaje es ante todo el portador de una significación objetiva que nos transmite, pero oculta también otro significado que no se nos dirige directamente, pero que descubrimos a través del acento, de la entonación, de la mímica, resumiendo, en todo aquello que haya de arte potencial, música o danza, en la palabra hablada: signos que nos parecen tanto más elocuentes cuanto que son involuntariamente dirigidos y espontáneamente producidos. El discurso del otro nos introduce en el incluso sin que el mismo se percate de ello.

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