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Es, pues, conveniente volver a la idea de que gracias a la obra misma es como conocemos principalmente al artista; no en su actuar real, ya que puede suceder que no sepamos nada de las circunstancias de la creación, (y además de esto nos informaremos si acaso fuera de la propia experiencia estética) sino en una cierta verdad de su ser que únicamente la experiencia estética puede desvelarnos. ¿Y cómo sucede esto? Es conveniente insistir en la diferencia entre el objeto estético y el objeto de uso; adivinamos que es la misma diferencia existente entre las dos funciones del lenguaje, por un lado, transmitiendo un significado impersonal y por otro expresando una personalidad. El objeto usual, por su misma forma, muestra un «hacer»; a diferencia del objeto natural, sabemos bien que ha sido hecho por y para el hombre; pero no nos habla de aquel que lo ha fabricado; nos habla del gesto que debemos realizar y queda absorbido en el uso que de él hacemos. El objeto estético por el contrario no requiere ni se somete a ninguna función utilitaria; nos deja libres de descubrir su origen, su autor, hablándonos de él. ¿Y cómo lo hace? Captaremos más exactamente la cuestión diciendo que el objeto estético manifiesta un estilo. ¿Qué entendemos por estilo? Es una cierta manera de operar, reconocible por la «estilización» que produce, es decir, en la sustitución de formas queridas por el espíritu frente a la proliferación incoherente de formas naturales. Este splendor ordinis que revelan la hoja de acanto, la frase pascaliana, la ordenación tonal de una sonata, manifiesta un diseño que responde a un designio. El estilo es, pues, la marca de una actividad organizadora que rechaza el azar y busca la forma más pura. Llegar a conseguir un estilo es acceder a la maestría y hacer lo que se desee.

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