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No quiero entrar a mi celda, ¿para qué? Además, da lo mismo: ahora todas son iguales. No quedó una mesa, un libro o una cobija. Es enero y hace frío. Sólo se ven papeles arrugados y vidrios rotos.

En la pared de enfrente hay una mancha de sangre. Es una mancha grande que escurre hasta el suelo. La rata sigue corriendo bajo la litera. No debe ser muy grande, tal vez sólo un ratón. Bajo las piernas de nuevo. El piso está pegajoso, pero muevo los zapatos para oír cómo se despegan. ¿Por qué habrán cortado la luz?, una pregunta absurda en este momento, igual se podrían hacer otras mil: ¿por qué romper lo que no se llevaron?, ¿por qué tirar el agua? ¡Ah! Hasta ahora siento la sed, creo que en toda la noche no he tomado un trago. Tengo un poco de náusea. En la llave no hay agua. Al regresar a la litera pisé un foco roto… tal vez sí hay corriente; pero no, claro que no hay. Los focos del patio también están apagados. Sólo nos llega la luz lejana de los reflectores instalados en la torre de vigilancia: el polígono. Los reflectores dan al patio un aspecto aún más irreal, es una luz difusa y brillante, con un desagradable color verdoso. Los alambres de la instalación cuelgan a un lado de la puerta, están a medio arrancar. Maldita rata. Junto a mi zapato hay una envoltura de caramelo. Hoy tenemos veintidós días sin comer y sólo algunos tienen permiso para chupar caramelos en lugar de ponerle azúcar al agua de limón, pues esto les produce náusea. A mí siempre me ha gustado el agua de limón, en mi casa la hacen desde que yo recuerdo; pero ya son veintidós días de tomarla y el olor me revuelve el estómago. ¡Claro!, es este olor. La celda está impregnada de olor a azúcar y limón, por eso el piso se siente pegajoso. Hay agua de limón y cáscaras sobre los papeles rotos, los trozos de tela, los vidrios; en todas partes se huele y se siente.


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