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–¡Espérense! ¡Voy a abrir, pero el clavo se dobló!

Las celdas superiores están igual que las otras. No quedó nada. En ninguna de estas celdas he visto sangre. Por aquí debe estar el agujero del máuser. Estoy seguro de que a Roberto no le dio, por que vi caer tierra; se tiró al suelo por si el guardia volvía a disparar, pero no estaba herido.

La celda está tan oscura como si la puerta estuviera cerrada. Entre las dos planchas de metal que forman los muros se oyen ruidos muy leves, carreras de pies diminutos que llegan a parecer murmullos.

Ahora nos miran desde la reja. Nosotros dentro y ellos afuera: una cárcel dentro de otra. Esperan detrás de la reja, paseándose de un lado a otro. Algunos no se mueven, están parados, con la mirada fija en el patio vacío. Hay una celda que no pudieron abrir. Cierra sin dejar ninguna ranura y dentro se puede apandar por tres lugares distintos con trozos de metal mucho más gruesos que un clavo.

–¿Crees que vuelvan a entrar?

–No, ¿para qué? Ya no queda nada.


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