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–¡Ya los soltaron! –dijo Raúl con los dientes apretados, y trató de cerrar la reja, pero por dentro no es posible hacerlo.

Tampoco otra pequeña reja interior era posible cerrarla porque la puerta estaba vencida. Raúl todavía trataba de echar el pasador cuando ya los teníamos enfrente. Empezamos a tirarles botellas, los únicos proyectiles con que contábamos. Todos hubiéramos sacado fuerzas del hambre, pero desde lo alto de nuestro propio patio, a nuestras espaldas, la vigilancia empezó a disparar. Algunos pudieran pensar que trataban de contener a los atacantes, pero no era así. Disparaban contra nosotros para dispersarnos y permitir la entrada a la turba que habían soltado con la promesa de un buen botín. Nos replegamos contra las paredes buscando protección, pero el tiroteo arreció. Cada uno de nosotros se metió en la primera celda que encontró abierta y apandó.

Mi puerta tenía varios agujeros y por ellos vi pasar mesas, televisores, cajas de libros, cobijas. Los vigilantes impedían las riñas por los objetos más valiosos y apresuraban la acción. A los pocos minutos los asaltantes se dieron cuenta de que era difícil cargar todo en los hombros y pidieron los carros en que se reparte la comida. De esta manera podían vaciar más rápidamente las celdas. Los «comandos», presos que la dirección nombra para mantener el orden en cada crujía, gritaban por todas partes:


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