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Los compañeros que regresaban nos informaron que las crujías estaban sin candado en las rejas. En cualquier momento la vigilancia abriría las puertas.
–Ya tienen todo dispuesto para atacarnos.
Nadie entendía muy bien lo que pasaba. ¿Atacarnos? No hay ningún motivo. ¿Por qué con los presos? ¿no tienen la vigilancia? Nos hacíamos éstas y muchas otras preguntas que no sabíamos responder, cuando, ante nosotros, el vigilante que se encontraba de guardia en la reja de la «b» empezó a abrir el candado. Nos quedamos mirando la reja donde se agolpaban varias decenas de presos, pero ninguno de ellos salió.
Los disparos cesaron un rato largo y también los gritos dejaron de escucharse. Fue un silencio largo, tenso, durante el cual cada uno trataba de adivinar lo que estaba ocurriendo en otro lugar del callejón circular que une a todas las crujías, dispuestas como rayos en torno a un eje. Cuando el silencio llegaba a su máxima tensión surgió un grito, un solo alarido que venía de la crujía directamente frente a la nuestra y que, por lo mismo, no alcanzábamos a ver. Por el callejón, el redondel le llaman aquí, se oyó el ruido de cientos de pies que se acercaban.