Читать книгу Los días y los años онлайн
12 страница из 86
–¿Cuántos estaremos aquí?
–Como cuarenta o más.
–¿Y los otros?
–Están enfrente.
–Hazte un poquito para allá, quiero estirar esta pierna.
–Qué bien chingas.
–¿Ya viste?
–¿Qué?
–En la pared.
–Qué, pues.
–Las sombras de la vela. Me acuerdo de cuando viajaba en tren y se detenía por la noche, ya muy tarde, en alguna estación. Siempre hacía mucho frío, como hoy, y se oían estos mismos ruidos: los cuchicheos, las toses apagadas en el vagón, la respiración de los dormidos, exactamente como ahora. Sólo faltan unos pasos que se acerquen por afuera, alguien pisando la grava junto a la vía, y la voz de alguna vendedora, la última en irse o la primera en llegar, envuelta en su rebozo y echando vaho junto a la ventanilla. Hasta espero el primer jalón de la máquina, el rechinido que acaba con el silencio de las estaciones frías en la madrugada.
Tenía razón. Yo sentía lo mismo pero no se lo quise decir porque entonces nunca habría terminado. También pensaba en las estaciones alumbradas por un solo foco, apenas un tejabán con paredes de piedra, perdidas entre los chaparrales y en medio de una llanura que sólo atraviesa el tren; el olor de la madrugada, el frío, la respiración de la gente dormida, el silencio donde se oía el voltear de la página de un libro y las voces del exterior: breves, cortadas por el frío. Esperaba oír: «¿Quesos?, ¿quesos?, ¿un quesito?», seguido por el anuncio de cajetas.