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–No debes estar solo, deja quedarme contigo.

–Quédese nada más uno, pues. Por la mañana ahí estaba todavía.

–¿Qué ha pasado?

–Nada. Le mandé el recado a Palacios.

–¿Y no ha venido?

–No.

–¿Cómo la ves?

–Por ahora menos mal pues a las nueve empiezan a entrar los defensores, pero a las dos, quién sabe. No te recargues en la reja. Me separé de los barrotes. Tras ellos nos veían los «guardias blancos». Algunos parecían poner atención a lo que hablábamos, pero otros se limitaban a pasearse de un lado a otro.

–Toda la noche se han estado turnando. Ahora están los de la «f».

Los miré después de lo que dijo Raúl. Había un círculo que se pasaba un cigarro de mano en mano. Algunos se acercaban a pedir cosas.

–Me gusta el suetercito.

–¿Sí? Pues tenlo– respondió Raúl y lo pasó entre las rejas con la expresión sombría que le he visto siempre en los momentos difíciles.

Recargado en la pared, uno de los presos, envuelto en una cobija, nos miraba. Al poco rato estaba más cerca.

–¿Ya viste a ése?

–Sí, no lo veas, déjalo acercarse; parece que quiere decir algo. Con un movimiento rápido llegó hasta la reja, dejó la cobija entre los barrotes y se fue sin decir nada. Tomé la cobija y lo vi alejarse de prisa.


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