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Zama se levantó para demostrar que era muy sencillo: sólo había que conectarla bien; pero al levantarse tiró el banco de fierro contra el piso y toda la celda se estremeció; con el codo volteó un plato y una cacerola con sopa que fueron a caer sobre el banco y, al agacharse para recoger los objetos caídos, se pegó en la frente contra la orilla de la mesa. Pablo dejó la cafetera para reírse mientras Zama abandonaba todo intento de poner remedio al estropicio y permanecía de pie, con las manos en las bolsas y sonrisa de culpabilidad.
–Pero, ¿no te digo? ¡Ah, qué Zama! –decía pausadamente Gilberto–. Mira nomás. Y todo lo hiciste tú sólito, sin ayuda de nadie. Aprende al señor, Champiñoncito.
El Champiñón, como siempre, se limitaba a ver y sonreía a todo lo que le dijeran. Como las piernas no le llegaban hasta el suelo, las balanceaba sentado en la litera. A veces un ruido previo anunciaba que iba a decir algo.
–¡Miren! ¡Si tam-bién ha-bla! –decía Gilberto haciendo voz de tonto y arrugando la nariz, luego lo veía con la boca abierta, como alelado–. Come, niño; para otra vez que vengamos con los señores me acuerdes de traerte tu cojincito para que alcances la mesa y no te eches la sopa en tu camisa limpia, como Zama.